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José María Mateos: Puedes ser lo que quieras

Los ojos, de lado a lado rápidamente, y mi capa roja se agitaba tras de mí abanicando una estela de nubes despedazadas por mi vuelo supersónico. La tierra era de mantequilla, y de un extremo a otro del planeta no había distancias, sino un abrir y cerrar de ojos de ingravidez. Las balas fueron esquivadas, paradas con la fuerza de una mano, sopladas de vuelta a los malos, que huían, caían, se rendían a mis botas.

Un tumbo y un manotazo y las ruedas del Aston Martin giraban a millas por hora, y mi esmoquin sin arrugas recordaba el olor del Martini, del Vodka y de la agitación de la espía rusa que había querido quedarse con la pajarita. Y con cuatro inventos y más trucos que Houdini soy amo y señor de cualquier situación imposible a tres minutos del penúltimo fin del mundo. Dios salve a la reina.

Media vuelta y un carraspeo, y una libreta y un bolígrafo a medio gastar. Era más alto de Hoffman y escribía mejor que Redford, era el confidente de Murrow en el bar a las cinco de la mañana con el malta ya caliente y aguado y el seco sabor de la ceniza por doquier. Y tres folios de mala letra repartidos por la mesa, y al otro lado del teléfono un silencio interminable; y una mujer de labios rojos en blanco y negro se levanta y se acerca al escritorio.

De una oreja a otra, y más allá del escenario se extiende un mar humano que acaricia el horizonte, manos al aire pidiendo otra tras pedir otra. Un gesto y un guiño al vacío, y dos baquetas chocan en el aire, dos, cuatro veces, y una sinfonía de tres acordes se estrella contra el espacio, y mi meñique y mi pulgar tienen ampollas, pero el sonido… el sonido…

El despertador. Es lunes. No soy Superman, ni Bond, ni un candidato al Pulitzer, ni una estrella del rock. Probablemente ustedes tampoco.

Pero soñar sigue siendo gratis.


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